Y refiriéndose a algunos que se tenían por
justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: "Dos
hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El
fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los
demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis
entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia,
no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa
justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y
el que se humilla será ensalzado".
“Dios mío, ten compasión de mí que soy un pecador.”
“Inclina
tu oído, Señor, escúchame, que soy humilde y pobre.” (Sal 85,1) El Señor no
inclina su oído al rico sino al pobre y miserable, al que es humilde y confiesa
sus faltas, al que implora la misericordia. No se inclina al satisfecho que se
jacta y se envanece como si nada le faltara y que dijo: “Dios mío, te doy
gracias porque no soy como el resto de los hombres,... ni como ese publicano.”
(Lc 18,11) El rico fariseo exhibía sus méritos, el pobre publicano confesaba
sus pecados.
Todos los que rechazan el orgullo son pobres delante de Dios
y sabemos que Dios tiende su oído hacia los pobres y los indigentes. Reconocen
que su esperanza no puede apoyarse ni en oro o plata ni en sus bienes que, por
un tiempo, enriquecen su morada... Cuando un hombre menosprecia en sí todo
aquello que infla el orgullo es pobre ante Dios. Dios inclina hacia él su oído
porque conoce los sufrimientos de su corazón.
Aprended, pues, a ser pobres e indigentes, teniendo o
no teniendo bienes de este mundo. Uno puede encontrar a un mendigo orgulloso y
a un rico convencido de su miseria. Dios se niega a los orgullosos, tanto si
van vestidos de seda o cubiertos de harapos. Otorga su gracia a los humildes,
sean o no notables de este mundo. Dios mira lo interior: aquí examina y juzga.
Tú no ves la balanza de Dios. Tus sentimientos, tus proyectos, los mete en el
platillo... ¿Hay a tu alrededor o dentro de ti algún objeto que estás tentado a
retener para ti?
¡Recházalo! Que sólo Dios sea tu seguridad. ¡Estad
hambrientos de Dios para que él os sacie!
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