martes, 8 de octubre de 2013

Evangelio según San Lucas 10,38-42.


Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude". 
Pero el Señor le respondió: "Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, 
y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada". 


«María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra»
   
   “Vuestra fuerza está en el silencio” (cf Is 30,15)… Mantener la fuerza en el Señor, es hacer la unidad en todo su ser a través del silencio interior, es recoger todas sus fuerzas para ocuparlas únicamente en el ejercicio de amar; es tener esa mirada simple que permite que la luz se derrame (Mt, 6,22). Un alma que entra en discusión con su yo, que está ocupada en sus sensibilidades, que discurre  pensamientos inútiles, un deseo sin importancia, esta alma dispersa sus fuerzas, no está del todo ordenada a Dios… Todavía hay en ella cosas demasiado humanas, hay una disonancia.

    El alma que todavía guarda en su reino interior alguna cosa, que todas sus fuerzas no están “concentradas” en Dios, no puede ser una perfecta “alabanza de gloria” (Ef 1,14); no está en estado de cantar sin cesar el “cántico nuevo”, el gran cántico del que habla san Pablo, porque la unidad todavía no reina en ella; y, en lugar de continuar su alabanza a través de todas las cosas con sencillez, precisa, sin cesar, reunir las cuerdas de su instrumento un poco desperdigadas por todos lados.

    ¡Cuán indispensable es para el alma que quiere vivir ya aquí la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus, esta bella unidad interior! Me parece que el Maestro se refería a esta mirada cuando hablaba a María Magdalena de lo “único necesario”. ¡Cómo lo comprendió la gran santa! La mirada de su alma iluminada por la luz de la fe, había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad, y, en el silencio, con sus fuerzas unidas, “escuchaba la palabra que Él le decía”… Sí, no sabía nada fuera de Él. 



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