Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo,
y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los
pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocupada con los quehaceres
de la casa, dijo a Jesús: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje
sola con todo el trabajo? Dile que me ayude".
Pero el Señor le respondió: "Marta, Marta, te
inquietas y te agitas por muchas cosas,
y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola
es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada".
«María, sentada
a los pies del Señor, escuchaba su palabra»
“Vuestra
fuerza está en el silencio” (cf Is 30,15)… Mantener la fuerza en el Señor, es
hacer la unidad en todo su ser a través del silencio interior, es recoger todas
sus fuerzas para ocuparlas únicamente en el ejercicio de amar; es tener esa
mirada simple que permite que la luz se derrame (Mt, 6,22). Un alma que entra
en discusión con su yo, que está ocupada en sus sensibilidades, que
discurre pensamientos inútiles, un deseo sin importancia, esta alma
dispersa sus fuerzas, no está del todo ordenada a Dios… Todavía hay en ella
cosas demasiado humanas, hay una disonancia.
El alma que todavía guarda en su reino interior alguna
cosa, que todas sus fuerzas no están “concentradas” en Dios, no puede ser una
perfecta “alabanza de gloria” (Ef 1,14); no está en estado de cantar sin cesar
el “cántico nuevo”, el gran cántico del que habla san Pablo, porque la unidad
todavía no reina en ella; y, en lugar de continuar su alabanza a través de
todas las cosas con sencillez, precisa, sin cesar, reunir las cuerdas de su
instrumento un poco desperdigadas por todos lados.
¡Cuán indispensable es para el alma que quiere vivir ya
aquí la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los
espíritus, esta bella unidad interior! Me parece que el Maestro se refería a
esta mirada cuando hablaba a María Magdalena de lo “único necesario”. ¡Cómo lo
comprendió la gran santa! La mirada de su alma iluminada por la luz de la fe,
había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad, y, en el silencio, con
sus fuerzas unidas, “escuchaba la palabra que Él le decía”… Sí, no sabía nada
fuera de Él.
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