Y como algunos, hablando del Templo, decían
que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: "De
todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo
será destruido".
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo
tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?". Jesús
respondió: "Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se
presentarán en mi Nombre, diciendo: 'Soy yo', y también: 'El tiempo está
cerca'. No los sigan.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no
se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el
fin".
Después les dijo: "Se levantará nación contra nación y
reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas
partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero
antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las
sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de
mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.
Tengan
bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré
una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni
contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por
sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados
por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá
de la cabeza.
Gracias a la constancia salvarán sus vidas.
Reflexión
Son impresionantes las palabras que nuestro Señor
nos transmite hoy en el santo Evangelio. Y se trata de un tema que nos suscita
naturalmente una gran curiosidad. La pregunta por nuestro futuro personal y por
el final de los tiempos despierta en todos un especial interés.
“Esto que contempláis –dijo Jesús, contemplando el
templo de Jerusalén— llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo
será destruido”. Era obvio que unas palabras proféticas de tanto calibre, y
puestas en los labios del Maestro, hicieran surgir muchas preguntas en la mente
y en el corazón de los discípulos. Seguramente también a nosotros nos habrían
surgido espontáneamente los mismos interrogantes: “¿Cuándo va a ocurrir eso? ¿Y
cuál será la señal de que eso está para suceder?”. Todos queremos conocer el
cómo y el cuándo de esas profecías.
Sin embargo, las palabras de Jesús no son tan
sencillas de comprender. Gran parte de la literatura profética, apocalíptica y
escatológica de Israel está tejida con un lenguaje simbólico y unas imágenes de
no fácil interpretación.
Malaquías y Zacarías, por ejemplo, hablan de un
“horno ardiente”, de “paja” y de “fuego inextinguible” –palabras que luego
retomaría Juan el Bautista en su predicación a los judíos para preparar la
llegada del Mesías—. Un lenguaje semejante usan también los otros profetas, por
no hablar de las imágenes intrincadas del profeta Daniel, Ezequiel y otros
textos apocalípticos.
Una característica de este género apocalíptico es
la sobreposición de los diversos planos históricos. Nuestro Señor parece como
si estuviera hablando del futuro próximo de Jerusalén, pero luego da el salto
al fin de los tiempos. Y nos da unas “señales” que no nos explican
suficientemente el tiempo que quiere indicarnos.
Por una parte, hace una clara alusión a la
destrucción del templo de Jerusalén –que, como sabemos, ocurriría sólo cuatro
décadas después de este anuncio del Señor—. Vespasiano y Tito, en efecto,
debido a las múltiples revueltas de los judíos, asediaron y destruyeron la
ciudad santa el año 70, y dieron lugar a la diáspora del pueblo de Israel.
Pero nuestro Señor también nos anuncia un período
de guerras, terremotos, hambres y epidemias. Y anuncia a sus discípulos un
tiempo de persecuciones, encarcelamientos, traiciones, odios, violencias,
juicios en los tribunales y muertes por su nombre. Pero esto ha sucedido
siempre a lo largo de la historia, en casi todas las épocas de la vida de los
hombres. Las persecuciones contra los cristianos iniciaron, de hecho, muy
pronto. No había pasado siquiera una generación. Jesús fue crucificado y en el
año 54 ya había estallado la primera gran persecución religiosa en el imperio
romano, a manos del fatídico emperador Nerón. Y no hablamos de las
persecuciones judías, que comenzaron en Jerusalén apenas tres años después de
la muerte de Cristo.
Tácito y Suetonio –además de las actas de los
mártires— nos narran que muchísimos cristianos murieron en el circo devorados
por las fieras, o que fueron torturados o quemados vivos, ardiendo como
antorchas humanas en la capital del imperio. Pero todos ellos ennoblecieron con
su sangre gloriosa las páginas del cristianismo, ya desde sus orígenes, y su
sangre fue –según el sentir de Tertuliano— “semilla de nuevos cristianos”. Y
desde entonces nunca han faltado las persecuciones. Más aún, parece que cada
día se han ido incrementando más y más. El siglo XX, que apenas acaba de
concluir, ha sido uno de los más sufridos y de los gloriosos en la historia de
la Iglesia. Y muchos de esos mártires han sido contemporáneos nuestros.
Pero además, parece que nuestro Señor hace
mención, en su lenguaje apocalíptico, al final de los tiempos. Nos da señales
“claras” de lo que va a suceder antes del fin del mundo; pero son, al mismo
tiempo, señales “confusas” porque eso ya ha sucedido muchas veces a lo largo de
la historia. “Todo esto –nos dice Cristo— tiene que suceder primero, pero el
final no vendrá enseguida”.
Por lo cual, yo creo que nuestro Señor se expresó
de esta manera con plena conciencia para que nosotros entendiéramos y no
entendiéramos a la vez. Ésa es una de las características del misterio.
Barruntamos algo, intuimos algo, pero la mayor parte de la realidad queda
velada a nuestros ojos. Y lo hizo el Señor así para que comprendiéramos que el
final de los tiempos está sucediendo en el “hoy” de nuestra vida. El final de
los tiempos está ya presente y el único tiempo cierto es el de la conversión.
Cada día es un reto y una exigencia de fidelidad a
Cristo. No nos distraigamos haciendo conjeturas sobre el cómo y el cuándo de un
futuro desconocido y de un final de los tiempos que seguramente no nos tocará a
nosotros ver ni vivir. Más bien, concentremos la atención y todo el empeño de
nuestro ser en vivir con fidelidad el momento presente, llegando incluso hasta
el martirio en nuestra entrega a Jesucristo. El martirio que nos toca vivir a
nosotros ahora no un martirio cruento, sino el de una entrega silenciosa,
callada, pero llena de amor; y, a los ojos de Dios, tal vez se trate de un
martirio no menos heroico que el de muchos hermanos nuestros.
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