Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba
sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba mucha
gente, preguntó qué sucedía. Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret. El
ciego se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de
mí!". Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él
gritaba más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando
lo tuvo a su lado, le preguntó:
"¿Qué quieres que haga por ti?".
"Señor, que yo vea otra vez". Y Jesús le dijo: "Recupera la
vista, tu fe te ha salvado". En el mismo momento, el ciego recuperó
la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver esto, todo el pueblo
alababa a Dios.
“¡Hijo de
David, ten piedad de mí!”
Has
oído, amigo mío, que el reino de Dios está dentro de ti, (Lc 16,21) así como
todos los bienes eternos están en tu mano si quieres. Apresúrate, pues, a ver,
a tomar y a recibir en ti los bienes que te están reservados... Gime, póstrate.
Como en otro tiempo el ciego, di tú también hoy: “¡Ten
piedad de mí, Hijo de David, y abre los ojos de mi alma para que vea la luz del
mundo que eres tú, oh Dios mío!” (cf Jn 8,12) Así seré yo también hijo de esta
luz divina. (Jn 12,36) ¡Oh clemente, envía el consolador sobre mí para que me
enseñe (Jn 14,26) quien eres y lo que te pertenece, oh Dios del universo! Pon
tu morada en mí, como lo has dicho, para que me haga digna de morar en ti. (Jn
15,4) Dame el saber entrar en ti y poseerte en mí. Oh invisible, dígnate tomar
forma en mí para que, viendo tu belleza inasequible, lleve tu imagen en mí, oh
celestial, y así olvide todas las cosas visibles. Dame la gloria que el Padre
te dio (Jn 17,22), oh misericordioso, para que, semejante a ti como todos tus
siervos, participe de tu vida divina según la gracia y que permanezca unido a
ti, ahora y por los siglos sin fin.
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