En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos: Cuando venga el Hijo del
hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al
diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y
no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo
mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada. Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor. Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a
llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora
menos pensada.
La vida no se nos da para que la conservemos
celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que la donemos.
Queridos jóvenes, ¡tened un ánimo grande! ¡No tengáis miedo de soñar cosas
grandes!
Finalmente, una palabra sobre el pasaje del juicio
final, en el que se describe la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a
todos los seres humanos, vivos y muertos. La imagen utilizada por el
evangelista es la del pastor que separa las ovejas de las cabras. A la derecha
se coloca a quienes actuaron según la voluntad de Dios, socorriendo al prójimo
hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo, encarcelado; mientras que a
la izquierda van los que no ayudaron al prójimo. Esto nos dice que seremos
juzgados por Dios según la caridad, según como lo hayamos amado en nuestros
hermanos, especialmente los más débiles y necesitados.(S.S. Francisco,
24 de abril de 2013).
Reflexión
Entre las múltiples leyendas de la mitología
griega, nos ha sido transmitida la del ave Fénix. Después de haber sido
sacrificada, esta águila real, por una especial concesión de los dioses, fue
capaz de rehacerse desde sus propias cenizas y recibir el don de la
inmortalidad. Desde entonces, esta ave Fénix es símbolo de esperanza y de
resurrección a una vida nueva, a pesar de los fracasos más rotundos de la
existencia humana.
Es curioso que los griegos hayan imaginado también
esta leyenda, ya que su concepción de la vida era, más bien, un tanto trágica y
pesimista. Sin embargo, gracias al cielo, nunca han faltado espíritus positivos
en todas las culturas, ya que en el corazón del hombre anida un anhelo infinito
de eternidad, y le es imposible vivir sin esperanza. Se asfixiaría.
Hace ya tiempo escuché en la predicación de un
santo sacerdote esta sentencia: "a medida que avanzamos por la vida,
tenemos mayor necesidad de vivir con más esperanza". He de confesar que
esas palabras me impresionaron, aunque tal vez no tenía por entonces muchas
experiencias personales que ratificaran esa afirmación. A la vuelta de varios
años –aunque todavía soy joven— me he dado cuenta de esta profunda verdad.
No hay ninguna persona en este mundo sin
sufrimiento. Pero cuando uno, como sacerdote, puede acercarse al mundo de las
almas y penetrar en el fondo de su corazón, se da cuenta de la inmensidad de
los sufrimientos físicos, morales y espirituales que afligen hoy a tantos seres
humanos. Y creo que nadie como el sacerdote está mejor dotado para comprender y
compartir esos sufrimientos. Porque el sacerdote no es sólo una persona con un
gran sentido de humanidad; Dios ha querido colocarlo como un puente entre Él y
los hombres para llevarlos a Él. Por eso, es capaz de amar de un modo puro,
generoso y desinteresado a sus semejantes, de sentir una profunda simpatía por
ellos, de compadecerse de sus dolores, y tratar de tenderles una mano y
ayudarles en sus necesidades espirituales. Yo no sé si ésta será la experiencia
de todos. Yo hablo por mí mismo y de mi propia experiencia.
Hoy iniciamos el período del adviento. Y el
adviento es, ante todo, un tiempo de espera y de esperanza. No es la misma
cosa, aunque exista entre ellos un gran parentesco. Se puede esperar algo o a
alguien, y no necesariamente tener la virtud de la esperanza cristiana. Ésta
nace de una fe en Dios muy intensa, profunda y verdadera, que nos lleva a
confiar ciegamente en su gracia, en su poder, y a esperar con certeza plena en
el cumplimiento de todas sus promesas.
¿Cuáles promesas? Las que nos ha revelado en la
Sagrada Escritura y a través de nuestra santa madre, la Iglesia. Es decir,
aquellas verdades que confesamos en nuestra fe y que se hallan contenidas en el
credo. Pero, además, todo aquello que nuestro Señor Jesucristo nos prometió en
el santo Evangelio y en lo que Dios nos transmitió por boca de sus profetas.
Entre ellos, Isaías es el gran cantor de la
esperanza, el profeta de la esperanza mesiánica por antonomasia. Y, aunque
Isaías profetizó varios siglos antes de la llegada del Mesías, sus promesas son
siempre actuales y perennes, pues llevan el sello de la eternidad de Dios.
Hoy la Iglesia nos ofrece estas maravillosas
palabras: "En días futuros, el monte de la casa del Señor será elevado en
la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas y hacia él confluirán
todas las naciones. Acudirán pueblos numerosos, que dirán: -Venid, subamos al
monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que Él nos instruya en sus
caminos y podamos marchar por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley; de
Jerusalén, la palabra del Señor_... Él será el árbitro de las naciones y el
juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados y de las lanzas,
podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán
para la guerra. ¡Venid, marchemos, caminemos a la luz del Señor!".
Son palabras que se refieren a la llegada del
Mesías. Pero, al mismo tiempo, promesas que están siempre en espera de un
cumplimiento definitivo. Con el nacimiento de Jesús en Belén, Dios cumplió su
promesa. Pero aún no hemos llegado a esa bendita edad de oro anunciada por el
profeta. Es la paz que anhela profundamente nuestro corazón y por la que
suspira todo nuestro ser. Es la paz que poseeremos plenamente en la vida
futura, en donde "ya no habrá hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol
ni calor alguno porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará
y los guiará hasta las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda
lágrima de sus ojos" (Ap 7, 16-17).
A esa paz llegaremos al final de los tiempos,
cuando Dios "cree unos cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no se
recuerde lo pasado...". Entonces nos gozaremos en "un gozo y alegría
eternas" ante lo que Dios va a crear para nosotros (Is 65, 17ss).
Pero, para llegar a esa paz y a esa dicha
bienaventurada, tenemos que preparar ya desde ahora nuestro corazón y tratar de
vivir con el corazón en el cielo. Y con los pies sobre la tierra. Nuestro
Redentor está para llegar esta Navidad, y necesitamos preparar nuestra alma
para su próxima venida.
Hemos de disponer nuestros corazones con la
oración y la vigilancia –como nos recomienda hoy el Señor en el Evangelio— para
poder vivir dignamente, en estado de gracia y en amistad con Él. Fue éste mismo
el consejo que nos dejó antes de su Pasión: "Vigilad y orad para que no
caigáis en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es
flaca" (Mt 26, 41)
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