Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las
obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: "¿Eres
tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?".
Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan
lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los
leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena
Noticia es anunciada a los pobres.
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de
tropiezo!". Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó
a hablar de él a la multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto?
¿Una caña agitada por el viento?¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido
con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los
reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más
que un profeta. El es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero
delante de ti, para prepararte el camino.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más
grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los
Cielos es más grande que él.
En la cárcel Juan tiene dudas, tenía una angustia
y había llamado a sus discípulos para que vayan donde Jesús a preguntarle:
"¿Eres Tú, o debemos esperar a otro?". Este fue justamente la
oscuridad, el dolor de su vida. Ni siquiera de esto se salvó Juan. La figura de
Juan me hace pensar mucho en la Iglesia. La Iglesia existe para anunciar, para
ser la voz de la Palabra, de su esposo, que es la Palabra. Y la Iglesia existe
para anunciar esta Palabra hasta el martirio. Martirio precisamente en las
manos de los soberbios, de los más soberbios de la Tierra. Juan podía volverse
importante, podía decir algo acerca de sí mismo. "Pero yo nunca
cuento" sino solamente esto: se sentía la voz, no la Palabra. Es el
secreto de Juan. ¿Por qué Juan es santo y sin pecado? Porque nunca tomó una
verdad como propia. No ha querido volverse un ideólogo. Es el hombre que se
negó a sí mismo, para que la Palabra crezca. Y nosotros, como Iglesia, podemos
pedir hoy la gracia de no convertirnos en una Iglesia ideologizada... (cf
S.S. Francisco, 24 de junio de 2013).
Reflexión
La tarea de hacer presente a Cristo, de anunciar
la venida del Señor, no es una tarea que se realiza de una forma misteriosa,
extraña, sino que es una tarea que se lleva a cabo de una manera particular a
través de las mediaciones humanas. Es decir, por medio de diversos precursores
que Dios nos va mandando. Sin embargo, cuántas veces el precursor puede no ser
recibido, como lo vemos en el Evangelio, cuando Cristo dice: "Vino Juan,
que no comía ni bebía y dijeron: -Tiene un demonio. Viene el Hijo del hombre, y
dicen: -Ese es un glotón y un borracho; amigo de publicanos y gente de mal
vivir".
El precursor no debe su eficacia ni su fecundidad
a si es o no es acogido, a si es o no es recibido, a si es o no es comprendido,
sino que el precursor debe su fecundidad al hecho mismo de ejercer su tarea de
precursor, al hecho mismo de predicar. O sea, que nosotros en la medida que
somos precursores, somos fecundos, somos eficaces. La verdadera fecundidad de
todo hombre y de toda mujer en esta vida no está sólo en la medida en que
consigue que la gente lo escuche, sino en la medida en que es fiel a su misión.
Podrá darse, además, que los otros escuchen y que reciban su palabra, pero la
tarea fundamental de todo ser humano es, como dice un salmo: "gozarme en
la ley del Señor, cumplir sus mandamientos".
A cada uno de nosotros el Señor nos manda ser
precursores. Y como precursores, nos toca hablar, nos toca manifestar y nos
toca proclamar con nuestro testimonio lo que es Dios en la vida del hombre.
Podemos ser acogidos y comprendidos y tener grandes éxitos; o por el contrario,
podemos no ser recibidos y encontrar, aparentemente, esterilidad. Sin embargo,
como dice Jesús en la última frase de este Evangelio: "La sabiduría de
Dios se justifica a sí misma por sus obras".
Es decir, yo no necesito que otro me diga que
estoy actuando bien, que está de acuerdo conmigo, o que el camino que llevo es
el correcto; el precursor es fecundo por el simple hecho de proclamar el
mensaje de aquel de quien es precursor. Cometeríamos un error si pensáramos que
porque no vemos los frutos, estamos siendo infructuosos. Cometeríamos un error
si nosotros pensamos que por el simple hecho de que la gente no nos reciba, no
estamos siendo fecundos.
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