Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre,
estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos,
concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no
quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras
pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
"José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que
ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre
de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados". Todo
esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el
Profeta: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el
nombre de Emanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros".
Al despertar, José hizo lo que el Angel del Señor
le había ordenado: llevó a María a su casa,
"José hizo lo que el ángel del Señor le había
mandado, y recibió a su mujer". En estas palabras se encierra ya la misión
que Dios confía a José, la de ser custodio. Custodio ¿de quién? De María y
Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado
el beato Juan Pablo II: "Al igual que cuidó amorosamente a María y se
dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y
protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y
modelo".
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción,
con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad y
total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio
de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento
con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos
de la vida como los difíciles. (S.S. Francisco, 19 de marzo de
2013)..
Reflexión
Con una brevedad telegráfica, San Mateo nos cuenta
en diez versículos lo que ocurrió desde la concepción al nacimiento de Jesús.
Llama la atención que lo que resalta de este período, a diferencia de San
Lucas, es la difícil situación en que se encontró José.
Si nos ponemos en su lugar, ¡no era para menos!
Mientras María sufría en silencio, el bueno de José se debatía en medio de
tremendas dudas. ¡Y pensar que él pudo haber denunciado a María por adúltera!
¡Y pensar que ella no tenía manera de probar lo sucedido! Todo forma parte del
misterio que se hace historia humana, historia de Amor.
Los actores de cualquier obra teatral o de cine
estudian concienzudamente sus diversos papeles, los ensayan una y otra vez, los
ejecutan en privado y en público, hasta que los dominan totalmente. La
improvisación en este ámbito es preludio de fracaso. No es así cuando Dios
decide servirse de los hombres y por amor los elige. María y José son capaces
de seguir las inspiraciones y la voluntad de Dios, aunque nadie les ha pasado
de antemano sus "papeles". Dios irrumpe en sus vidas y las "trastorna".
No obliga, seduce. Suscita el amor del hombre y entonces lo lleva por donde no
hubiera soñado jamás... Cuando alguien se deja guiar por Dios, debe improvisar,
y a pesar de la oscuridad de la fe, al final siempre brilla la luz. La actitud
correcta es entonces el abandono en su voluntad.
María y José escriben una historia de amor única e
irrepetible porque ambos se fían de Dios. A nosotros nos invitan a confiar más
en su gracia que en nuestras cualidades, más en sus planes que en los propios.
No hay mejor intérprete que aquel que deja que Dios haga la parte que en su
vida tiene asignada ¡que no es poca! Cuando nos empeñamos en caminar dejando de
lado su voz y preferimos no saber lo que Él quiere, sin darnos cuenta nos
quedamos sin el "apuntador", sin aquel que sabe en cada momento lo
que mejor nos conviene y desea dárnoslo a conocer. Confiemos más y más en el
Señor. Digamos con Pedro aquella bella oración: "Señor, a quién iremos,
sólo tú tienes palabras de vida eterna".
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