Luego se le acercó un hombre y le preguntó:
"Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida
eterna?". Jesús le dijo: "¿Cómo me preguntas acerca de lo que es
bueno? Uno solo es el Bueno. Si quieres entrar en la Vida eterna, cumple los Mandamientos". "¿Cuáles?", preguntó el hombre. Jesús le
respondió: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso
testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a
ti mismo".
El joven dijo: "Todo esto lo he cumplido:
¿qué me queda por hacer?". "Si quieres ser perfecto, le dijo
Jesús, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro
en el cielo. Después, ven y sígueme". Al oír estas palabras, el joven
se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes.
“El joven se
retiró entristecido, porque poseía muchos bienes”
¿Adoramos al Señor? ¿Acudimos a
Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para
adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a
estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más
verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en
la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene
un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar
al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor
quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente
él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos
convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios
de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida:
despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales
nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra
seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la
ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo,
la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos
amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros.
Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que
respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en
mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos,
también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía
maestra de nuestra vida.
Papa Francisco
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