domingo, 18 de agosto de 2013

Evangelio según San Lucas 12,49-53.


Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! 
Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! 
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división, se ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra".


“Les doy mi paz” (Jn 14,27)

   
 La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo… La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta… Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.

    La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz (Is 9,5), ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne (Ef 2,16) y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres. Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Ef 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz…

    En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).


Concilio Vaticano II

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