Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo
desearía que ya estuviera ardiendo!
Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia
siento hasta que esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la
tierra? No, les digo que he venido a traer la división, se ahora en adelante, cinco miembros de una
familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre,
la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y
la nuera contra la suegra".
“Les doy mi
paz” (Jn 14,27)
La
paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las
fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda
exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del
orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres,
sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo… La paz
jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad
de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de
cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad
legítima. Esto, sin embargo, no basta… Es absolutamente necesario el firme
propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el
apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz
es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede
realizar.
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es
imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el
propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz (Is 9,5), ha reconciliado con Dios a
todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y
en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su
propia carne (Ef 2,16) y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido
el Espíritu de amor en el corazón de los hombres. Por lo cual, se llama
insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con
sinceridad en la caridad (Ef 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos
para implorar y establecer la paz…
En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y
amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en
que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también
reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella
palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no
levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra
(Is 2,4).
Concilio Vaticano II
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