Le trajeron entonces a unos niños para que les impusiera las manos y orara
sobre ellos. Los discípulos los reprendieron, pero Jesús les dijo: "Dejen a los niños, y no les impidan que vengan a mí,
porque el Reino de los Cielos pertenece a los que son como ellos".y después de haberles impuesto las manos, se fue de allí.
«Dejad
que los niños se acerquen a mí, el Reino de los cielos es de los que
se parecen a ellos»
¡Qué
gran y admirable don nos hizo Dios, mis hermanos! En su Pascua, esto que ayer
era decrepitud del pecado, la Resurrección de Cristo la hace renacer en la
inocencia de todos los pequeños. La sencillez de Cristo hace suya la infancia.
El niño está sin rencor, no conoce el fraude, no se atreve a golpear. De este
modo este niño que ha llegado a cristiano no lleva más en si el insulto, no se
defiende si se le despoja, no devuelve los golpes si es golpeado. El Señor
exige lo miso al que ora por sus enemigos...La infancia de Cristo adelanta la
misma infancia de los hombres. Ese que ignora el pecado, ese la detesta. Ese
debe su inocencia a su debilidad, esa a su virtud. Ella es digna de
más elogios todavía: su odio del mal emana de su voluntad; no de su
impotencia...
A los Apóstoles ya maduros y de
edad, el Señor dice: «Si vosotros no cambiáis y volvéis a ser como este niño,
no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18,3). El les reenvía al origen
mismo de su vida; les incita a recuperar la infancia, a fin de que estos
hombres cuyas fuerzas ya declinan renazcan a la inocencia del corazón. «El que
no nace del agua del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los
cielos» (Jn3,5).
San
Máximo de Turín
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