sábado, 17 de agosto de 2013

Evangelio según San Mateo 19,13-15.

 
Le trajeron entonces a unos niños para que les impusiera las manos y orara sobre ellos. Los discípulos los reprendieron, pero Jesús les dijo: "Dejen a los niños, y no les impidan que vengan a mí, porque el Reino de los Cielos pertenece a los que son como ellos".y después de  haberles impuesto las manos, se fue de allí. 


«Dejad que los niños se acerquen a mí, el Reino de  los cielos es de los que se parecen a ellos»
     
   ¡Qué gran y admirable don nos hizo Dios, mis hermanos! En su Pascua, esto que ayer era decrepitud del pecado, la Resurrección de Cristo la hace renacer en la inocencia de todos los pequeños. La sencillez de Cristo hace suya la infancia. El niño está sin rencor, no conoce el fraude, no se atreve a golpear. De este modo este niño que ha llegado a cristiano no lleva más en si el insulto, no se defiende si se le despoja, no devuelve los golpes si es golpeado. El Señor exige lo miso al que ora por sus enemigos...La infancia de Cristo adelanta la misma infancia de los hombres. Ese que ignora el pecado, ese la detesta. Ese debe su inocencia a  su debilidad, esa a su virtud. Ella es digna de más elogios todavía: su odio del mal emana de su voluntad; no de su impotencia...

        A los Apóstoles ya maduros y de edad, el Señor dice: «Si vosotros no cambiáis y volvéis a ser como este niño, no entraréis en el Reino de los cielos» (Mt 18,3). El les reenvía al origen mismo de su vida; les incita a recuperar la infancia, a fin de que estos hombres cuyas fuerzas ya declinan renazcan a la inocencia del corazón. «El que no nace del agua del Espíritu, no puede  entrar en el Reino de los cielos» (Jn3,5).


San Máximo de Turín

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