Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a
Jerusalén, una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los
que se salvan?". El respondió: "Traten de entrar por la puerta
estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conse guirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde
afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Y él les
responderá: 'No sé de dónde son ustedes'. Entonces comenzarán a decir:
'Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas'.
Pero él les dirá: 'No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que
hacen el mal!'. Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a
Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes
sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del
Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los
primeros y serán los últimos".
“Vendrán muchos de oriente y occidente y se
sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos.”
Cristo es la luz del
los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo,
desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que
resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las
criaturas (cf Mc 16,15).
El Padre Eterno creó el mundo por una decisión
totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los
hombres a la participación de la vida divina y, tras la caída de Adán, no los
abandonó, sino que les ofreció siempre su ayuda para salvarlos, en
consideración a Cristo Redentor, que “es imagen de Dios invisible, primogénito
de toda criatura” (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, desde la
eternidad, los “conoció y los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo
para que éste sea el primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 29). Dispuso
convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece
prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la
historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los
últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará
gloriosamente a su plenitud al final de los siglos. Entonces, como se lee en
los Santos Padres, todos los justos, desde Adán, “desde el justo Abel hasta el
último elegido”, se reunirán con el Padre en la Iglesia universal.
Concilio Vaticano II
Lumen Gentium 1-2
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