Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase
de demonios y para curar las enfermedades. Y los envió a proclamar el
Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: "No lleven nada
para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos
túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento
de partir. Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el
polvo de sus pies, en testimonio contra ellos". Fueron entonces de
pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas
partes.
“Proclamar el reino de Dios”
Desde que he llegado aquí, no me he dado momento
de reposo: me he dedicado a recorrer las aldeas, a bautizar a los niños que no
habían recibido aún este sacramento… Los niños no me dejaban recitar el Oficio
divino ni comer ni descansar, hasta que les enseñaba alguna oración; entonces
comencé a darme cuenta de que de ellos es el reino de los cielos (Mc 10,14).
Por tanto, como no podía cristianamente negarme a tan piadosos deseos,
comenzando por la profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, les
enseñaba el Símbolo de los apóstoles y las oraciones del Padrenuestro y el
Avemaría. Advertí en ellos gran disposición, de tal manera que, si hubiera
quien los instruyese en la doctrina cristiana, sin duda llegarían a ser unos
excelentes cristianos.
Muchos, en estos lugares, no son cristianos,
simplemente porque no hay quien los haga tales. Muchas veces me vienen ganas de
recorrer las universidades de Europa, principalmente la de París, y de ponerme
a gritar por doquiera, como quien ha perdido el juicio, para impulsar a los que
poseen más ciencia que caridad, con estas palabras: «¡Ay, cuántas almas, por
vuestra desidia, quedan excluidas del cielo y se precipitan en el infierno!»
¡Ojalá pusieran en este asunto el mismo interés que
ponen en sus estudios! Con ello podrían dar cuenta a Dios de su ciencia y de
los talentos que les han confiado. Muchos de ellos, movidos por estas
consideraciones y por la meditación de las cosas divinas, se ejercitarían en
escuchar la voz divina que habla en ellos y, dejando de lado sus ambiciones y
negocios humanos, se dedicarían por entero a la voluntad y al arbitrio de Dios,
diciendo de corazón: «Señor, aquí me tienes; ¿qué quieres que haga? (Hch 9,10;
22,10) Envíame donde tú quieras, aunque sea hasta la India.»
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