Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús
entró en la casa y se sentó a la mesa, entonces una mujer pecadora que vivía en
la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó
con un frasco de perfume y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus
pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los
cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado
pensó: "Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca
y lo que ella es: ¡una pecadora!". Pero Jesús le dijo: "Simón,
tengo algo que decirte". "Di, Maestro!", respondió él. "Un
prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro
cincuenta, como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los
dos lo amará más?". Simón contestó: "Pienso que aquel a quien
perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien" y volviéndose
hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no
derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los
secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré,
no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume
sobre mis pies.
Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos
pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a
quien se le perdona poco, demuestra poco amor". Después dijo a la
mujer: "Tus pecados te son perdonados". Los invitados pensaron:
"¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?". Pero
Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".
"Sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido
perdonados"
Precisamente
porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto.. que lo dio su
Hijo unigénito», (Jn 3,16) Dios que «es amor» (Jn 4,8) no puede revelarse de
otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad
más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del
hombre y del mundo que es su patria temporal… Por tanto, la Iglesia profesa y
proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su
misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (Cfr 1Co 13,4) a
medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo» (Cfr 2Co 1,3) es fiel hasta las últimas consecuencias en la
historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la
resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del
«reencuentro» de este Padre, rico en misericordia (Ef 2,4).
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de
conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como
disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este
modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin
cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la
componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in
statu viatoris.
Es evidente que la Iglesia profesa la misericordia de
Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, no sólo con la palabra de
sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la más profunda pulsación de la
vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de vida, la Iglesia
cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que es participación y, en cierto
sentido, continuación de la misión mesiánica del mismo Cristo.
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