Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a
sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los
maldicen, rueguen por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también
la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el
que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Hagan por los demás
lo que quieren que los hombres hagan por ustedes.
Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito
tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. Si hacen
el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen
también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir,
¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir
de ellos lo mismo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin
esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán
hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean
misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y
no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán
perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo
una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que
ustedes midan también se usará para ustedes".
“Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es
misericordioso”
Son
muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el
amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al
Buen Pastor en busca de la oveja extraviada (Mt 18, 12s; Lc 15, 3s) o la mujer
que barre la casa buscando la dracma perdida (Lc 15, 8s). El evangelista que
trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo
evangelio ha merecido ser llamado «el evangelio de la misericordia»…
Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía
al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el
amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje
mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa
bien sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande» (Mt
22,38), bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña
proclama: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia» (Mt 5,7).
De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la
misericordia conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto
cumplimiento de las profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del
amor que se manifiesta con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los
infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más plenamente
al Padre, que es Dios « rico en misericordia » (Ef 2, 4). Asimismo, al
convertirse para los hombres en modelo del amor misericordioso hacia los demás,
Cristo proclama con las obras, más que con las palabras, la apelación a la
misericordia que es una de las componentes esenciales del ethos evangélico. En
este caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de
naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición de capital
importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el
hombre: ...los misericordiosos... alcanzarán misericordia.
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