Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón.
La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella. Inclinándose
sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se
levantó y se puso a servirlos. Al atardecer, todos los que tenían enfermos
afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos
sobre cada uno de ellos, los curaba. De muchos salían demonios, gritando: "¡Tú
eres el Hijo de Dios!". Pero él los increpaba y no los dejaba hablar,
porque ellos sabían que era el Mesías.
Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar
desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían
retenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo: "También a las otras
ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he
sido enviado". Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.
“Al llegar Jesús a la casa de Pedro, encontró a la suegra
de éste acostada con fiebre.” (Mt 8,14)
Si
Dios Padre todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de
todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante
como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta
simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta:
la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que
sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la encarnación redentora de
su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la
fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las
criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también
libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un
rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del
mal.
¿Por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él
no pudiera existir ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear
algo mejor (cf S.Tomás de A., s. Th. I, 25,6). Sin embargo, en su
sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado
de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de
Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto
con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la
naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe
también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.
(cf S. Tomás de A. S. Gent. 3,71)
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