En esa oportunidad, Jesús dijo: "Te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los
sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me
ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
“Se lo revelas a
los pequeños”
Oh alma fiel, cuando tu fe se vea
rodeada de incertidumbre y tu débil razón no comprenda los misterios demasiado
elevados, di sin miedo, no por deseo de oponerte, sino por anhelo de
profundizar (como María): “¿Cómo será eso?” (Lc 1,34). Que tu pregunta se
convierta en oración, que sea amor, piedad, deseo humilde. Que tu pregunta no
pretenda escrutar con suficiencia la majestad divina, sino que busque la
salvación en aquellos mismos medios de salvación que Dios nos ha dado.
Pues nadie conoce lo íntimo del hombre, sino el
espíritu del hombre, que está en él; y, del mismo modo, lo intimo de Dios lo
conoce sólo el Espíritu de Dios (1Co 2,11). Apresúrate, pues, a participar del
Espíritu Santo: cuando se le invoca, ya está presente; es más, si no hubiera
estado presente no se le habría podido invocar. Cuando se le llama, viene, y
llega con la abundancia de las bendiciones divinas. Él es aquella impetuosa
corriente que alegra la ciudad de Dios (Sal. 45,5). Si al venir te encuentra
humilde, sin inquietud, lleno de temor ante la palabra divina, se posará sobre
ti (Lc 1,35) y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos de
este mundo. Y, poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos
misterios que la Sabiduría (1Co 1,24) reveló a sus discípulos cuando convivía
con ellos en el mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida
del Espíritu de verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena. (Jn
16,12-13).
Guillermo de San Thierry
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